Lejos quedaron los tiempos en que la literatura era una poderosa herramienta de subversión y contracultura, cuando Joyce era considerado un autor obsceno, Henry Miller un escritor pornográfico, y Allen Ginsberg o Charles Bukowski eran tratados directamente como enfermos mentales. En Francia, sin embargo, las cosas solían ser diferentes, y novelistas como Céline, Boris Vian y hasta Marguerite Duras destrozaban sin miramientos las convenciones sociales. No en vano, la mayoría de las novelas censuradas en otros países se publicaba sin alarmismos en París. Y entonces llegó él.Heredero del escándalo, la provocación y el exabrupto, Michel Houellebecq (1958) aterrizó en el mundo literario para decir lo que todos sabían pero nadie se atrevía a nombrar: que la sociedad está podrida por culpa del dinero y el sexo. Eran los años 90 del siglo pasado, el mundo se había desmoronado y se había repuesto y Occidente trataba de hacer borrón y cuenta nueva. Lo fácil entonces era seguir la corriente, asumir el discurso unitario y no enseñarle la lengua al rey. Houellebecq, en cambio, optó por desnudarse en el salón del trono e insinuarse delante de la reina.
Fue algo realmente divertido, hasta podría decirse que fue conmovedor. Con sólo dos novelas, Las partículas elementales y Plataforma, este escritor francés puso en pie de guerra a toda la sociedad bienpensante. Asociaciones feministas, ecologistas, grupos islamistas y activistas new age, entre otros colectivos, dieron la voz de alarma. Surgieron fanáticos y acérrimos detractores. Hubo juicios, amenazas públicas y cruces de declaraciones en la prensa. Y entonces apareció el discípulo: Frédéric Beigbeder (1965) y su libro 13,99 euros, que descuartizaba hasta lo ridículo el mundo de la publicidad como lo había hecho anteriormente Houellebecq con el legado de la generación hippy y el turismo sexual. Por supuesto, el maestro y el discípulo se hicieron amigos.
Coronas de laurelesCasi una década después de aquello, la editorial Anagrama publica las dos últimas provocaciones de los franceses más traviesos del panorama literario actual. Pero algo ha debido de pasar desde entonces porque los dos, maestro y aprendiz, han cambiado. Como ha cambiado la percepción y la aceptación de su obra. Sin ir más lejos, las dos novelas han sido reconocidas por sendos premios. El libro de Houellebecq, El mapa y el territorio, ha sido galardonado con el Premio Goncourt, el más prestigioso del país galo. Y el libro de Beigbeder, Una novela francesa, ha conseguido alzarse con el Premio Renaudot. Por lo pronto, ambos escritores han dejado de dar tanto miedo. Y es que, antes o después, las coronas de laureles terminan por apaciguar el rugido de las fieras.
En el caso de Houellebecq, es curioso comprobar cómo, a pesar del galardón obtenido por su novela El mapa y el territorio, han sido muchas las voces que han proclamado lo que antes no solía escucharse: que Houellebecq es un escritor menor. Es curioso porque precisamente con esta novela el francés ha intentado acercarse a la excelencia dirigiendo sus ambiciones sociológicas hacia parámetros literarios más convencionales. Los personajes, la trama y la hondura psicológica de muchas reflexiones transmiten una imagen diferente de su creador. Houellebecq sigue siendo corrosivo, cáustico, incisivo y perturbador por vocación. Sigue deseando el fin de la humanidad mientras glorifica el sexo oral sin condón. En sus páginas cuestiona la naturaleza del arte, ataca a otros escritores y contraviene la moralidad. Y hasta se permite el lujo de disfrazarse de personaje y saldar cuentas consigo mismo. Pero hay algo que no funciona, una falla, un deceso, algo. Quizá, no lo sé, Houellebecq se haya hartado de sí mismo.
Amigos para siempre
En cambio, el libro de Beigbeder, Una novela francesa, es orgulloso, proteico, a ratos vergonzante. Y lo es desde el motivo mismo de su gestación. Beigbeder fue arrestado en París por consumir cocaína en plena calle. El francés, personaje popular en Francia por sus apariciones en televisión, esgrimió delante de los agentes su derecho a delinquir por ser famoso. No le sirvió de nada y pasó las siguientes 48 horas en una celda de la capital francesa. Apabullado por la inclemencia de los guardias (que tardaban más 15 minutos en llevarle un vaso de agua) y la inmundicia de la estancia (hacía demasiado frío), Beigbeder se lanza a perorar contra la justicia y sus esbirros, al tiempo que se pone tierno para recordar la historia de su familia y reconstruir su infancia en los apacibles campos de Neuilly-sur-Seine. A los pocos días de haber concluido esta corta temporada en el infierno, Charles Beigbeder, hermano del novelista y empresario notable, recibió la Legión de Honor de manos del presidente Sarkozy. De esa cruda comparación fraterna nació el impulso definitivo del libro. La anécdota en sí, de eso no cabe duda, merecía ser contada. Pero ¿era necesario concerla al detalle?
Publicidad gratuita o autobombo mediático, ya el propio Houellebecq nos cuenta lo sucedido en el prólogo al libro de Beigbeder. Y añade, solícito: "La mayor cualidad de este libro es, sin ninguna duda, su honestidad. Y cuando un libro es tan honesto, puede dar lugar, casi inadvertidamente, a verdaderos descubrimientos sobre la naturaleza humana". Houellebecq y Beigbeder. Beigbeder y Houellebecq. ¿Hemos mencionado ya que en las páginas del último libro de Houellebecq, donde aparece un escritor llamado Houellebecq, el narrador también nombra a otro gran amigo y escritor francés, de nombre Frédéric? Premios y polémicas aparte, el verdadero descubrimiento que asoma detrás de estos dos libros es que la literatura francesa del siglo XXI no sólo sirve para cabrear a los beatos y hacerse rico y famoso; también sirve para hacer un favor a tus amigos. Entre la obscenidad y el pudor, la gloria. Vive la France.
En cambio, el libro de Beigbeder, Una novela francesa, es orgulloso, proteico, a ratos vergonzante. Y lo es desde el motivo mismo de su gestación. Beigbeder fue arrestado en París por consumir cocaína en plena calle. El francés, personaje popular en Francia por sus apariciones en televisión, esgrimió delante de los agentes su derecho a delinquir por ser famoso. No le sirvió de nada y pasó las siguientes 48 horas en una celda de la capital francesa. Apabullado por la inclemencia de los guardias (que tardaban más 15 minutos en llevarle un vaso de agua) y la inmundicia de la estancia (hacía demasiado frío), Beigbeder se lanza a perorar contra la justicia y sus esbirros, al tiempo que se pone tierno para recordar la historia de su familia y reconstruir su infancia en los apacibles campos de Neuilly-sur-Seine. A los pocos días de haber concluido esta corta temporada en el infierno, Charles Beigbeder, hermano del novelista y empresario notable, recibió la Legión de Honor de manos del presidente Sarkozy. De esa cruda comparación fraterna nació el impulso definitivo del libro. La anécdota en sí, de eso no cabe duda, merecía ser contada. Pero ¿era necesario concerla al detalle?
Publicidad gratuita o autobombo mediático, ya el propio Houellebecq nos cuenta lo sucedido en el prólogo al libro de Beigbeder. Y añade, solícito: "La mayor cualidad de este libro es, sin ninguna duda, su honestidad. Y cuando un libro es tan honesto, puede dar lugar, casi inadvertidamente, a verdaderos descubrimientos sobre la naturaleza humana". Houellebecq y Beigbeder. Beigbeder y Houellebecq. ¿Hemos mencionado ya que en las páginas del último libro de Houellebecq, donde aparece un escritor llamado Houellebecq, el narrador también nombra a otro gran amigo y escritor francés, de nombre Frédéric? Premios y polémicas aparte, el verdadero descubrimiento que asoma detrás de estos dos libros es que la literatura francesa del siglo XXI no sólo sirve para cabrear a los beatos y hacerse rico y famoso; también sirve para hacer un favor a tus amigos. Entre la obscenidad y el pudor, la gloria. Vive la France.




Cada época va nombrando al mundo y al hacerlo se nombra a sí misma y a sus obras. (…) Pero sea cual sea éste, cambien como cambien espacios y tiempos, habrá insatisfacción, habrá diversidad y habrá palabra. Se escribirán novelas y ninguna novedad técnica o divertida cambiará esta necesidad y este goce vitales, anteriores a todo marco ideológico y tecnocrático. De allí la fuerza, de allí la molestia, de allí el goce que se llama “novela”.
Haced la prueba y leed un libro cualquiera de Walser, Los hermanos Tanner, Jakob Von Gunten, El paseo, La rosa o este fragmentario y complaciente Historias, todos ellos publicados magníficamente por Siruela, y entonces lo comprenderéis. No digo que en esos libros no vayáis a encontrar asperezas emocionales, dificultades vitales, dramas cotidianos y castigos inmisericordes. En todos ellos los hay porque la vida es una experiencia dolorosa y solitaria y trágica. Walser lo sabía. ¿Por qué si no decidió voluntariamente apartarse de ella? La vida es un verdadero drama y seguir vivo requiere valentía, mucha energía y una férrea disposición de ánimo. Pero la vida… ¡ah, esa cosa! La vida es lo único que tenemos y lo único que nos queda y todos sabemos que la vida puede ser maravillosa. Y Walser, a pesar de todo, también lo sabía.
sus casos tan sólo consigue que levantemos una ceja y esbocemos una sonrisa cómplice, que bien mirado es más de lo que consiguen muchos libros. Sigamos. Luego vinieron Raymond Chandler, de quien no tengo más quejas que las de haber inventariado la idiosincrasia del detective moderno, con todos sus pros y sus contras; y acto seguido, Dashiel Hammet, un hombre contagiado de su espíritu y de su buen hacer, dispuesto a quebrantar las leyes de lo ridículo en unas tramas sencillas y a la vez rocambolescas, pero también del todo previsibles.
La relación entre el sexo y la literatura es fundamental y, sin embargo, en ninguna universidad van a decir nunca la gran verdad: escribo porque no follo. (O lo que viene a ser lo mismo: escribo para conseguir follar.)
Dos más dos, cinco, pensaba, pero nadie lo sabe. Y tenía razón. (…) Era una historia verdaderamente extraña, con aristas variadas y versiones múltiples. Igual que todas…
La realidad en Colombia, en Latinoamérica, y acaso en cualquier parte del mundo, está dividida en dos planos: lo que sucede y lo que se dice que sucede. Por eso es tan interesante este libro. Por eso es tan interesante el polémico libro que escribió Mendoza con Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, Manual del perfecto idiota latinoamericano. Porque vivimos simultáneamente y sin solución de continuidad una sucesión de realidades confusas, contradictorias y muchas veces incomprensibles. Porque la imaginación es un arma de doble filo cuando se trata de saber la verdad. Porque la mayoría de las veces hubiéramos preferido no saber cómo han sucedido realmente las cosas. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar y qué es lo que haremos cuando estemos allí? 
Porque, si se piensa bien, yo siempre he escrito ocultándome, dando falsas pistas y al mismo tiempo ofreciendo al lector aspectos insólitos de mis diferentes personalidades, todas verdaderas. Nada me molestaría más que saber quién soy, aunque la tensión de mi escritura procede de ahí, pues viene siempre de la empecinada, casi obsesiva, búsqueda de mi identidad más única, también la más próxima a la ficción, aunque al mismo tiempo, paradójicamente, la más cercana a la verdad. 
Sí, es cierto, vemos la muerte más cerca, y el dolor de tanta experiencia acumulada nos pesa para seguir caminando, el cuerpo de deshace en achaques, nos acecha a todas horas el espectro de la soledad, y oímos la llamada constante de un pasado que puede suplantar al presente. Sí, todo esto lo sufrimos, y seguramente mucho más. Pero mientras nuestro cerebro funcione, mientras el pensamiento fluya y la imaginación y la fantasía nos alimenten, mientras la curiosidad siga creciendo, mientras multipliquemos la energía y el coraje, siempre habrá infinitos matices de luces y sombras en el juego de tejados que vemos desde la ventana, el mundo seguirá lleno de secretos que descubrir, nuestra alma esconderá aspiraciones que desvelar, y nuestro corazón no se negará a latir por una pasión, un compromiso, una lucha, un amor con el que, contra todo pronóstico, nos tropezaremos en el camino. 
Tal vez hayamos exagerado un poco. Leer a Houellebecq es una experiencia múltiple, a veces agradable y muy divertida, otras, por supuesto, funesta. Pero siempre inteligente. Houellebecq es un pensador lúcido, un intelectual concienzudo y postmoderno, un hombre consecuente que piensa lo que piensa, lo somete a juicio, lo analiza y lo compara con las opiniones de otros pensadores (sobre todo con Nietzsche y Schopenhauer) y, finalmente, emite un veredicto de raigambre psicológica, sociológica e histórica. 

Podría decirse sin miedo a equivocarse que el original y la traducción son dos libros distintos, heterogéneos, y también, irremisiblemente, son dos libros idénticos, gemelos, clones. Aún así, lo más recomendable es proceder a la manera de Freud quien, para leer El Quijote en su versión original, decidió aprender y aprendió castellano. Ergo: aprendamos francés.
Mentir es necesario. El Estado tiene que mentir. No hay mentira en la guerra ni en la preparación de la guerra que no pueda defenderse. Nosotros fuimos más allá. Tratamos de crear nuevas realidades de la noche a la mañana, cuidados conjuntos de mundos parecidos a los eslóganes publicitarios en lo tocante a la recordabilidad y la repetitividad. Eran mundos que acabarían generando imágenes y haciéndose tridimensionales. La realidad se pone en pie, anda, se agacha, se acuclilla. Menos cuando no.