lunes, 12 de septiembre de 2011

Don DeLillo y el escribidor

Don DeLillo y el escribidor

Cuando todo el mundo anda opinando y derivando sobre la relación entre la literatura y la política, sobre la crítica, la censura, la idoneidad o el oportunismo, se me antoja un buenísimo momento para rescatar, anotar y comentar uno de los mejores libros publicados el año pasado, que no es otro que Punto Omega, del maestro norteamericano (y no sólo porque lo diga Salman Rushdie) Don DeLillo. ¿Por qué? Porque la buena literatura no deja escapar nada a su alrededor, sea política, ciencia, arte, consumo, historia, mitología, hambre, guerra, muerte, destrucción, amor, locura, indecencia, marginalidad… ¿Qué más? En definitiva, el ser humano, o lo que es lo mismo, la realidad. Pero siempre con matices.

La literatura es un mundo dentro de otro mundo que se nutre de otros mundos pero, sobre todo, de sí mismo. Todo texto remite a otro texto que genera otro texto y así, en constante lucha y mitosis, hasta el infinito. Lo importante de la literatura, las más de las veces, no es adónde llega, sino de dónde viene y cómo diablos ha llegado hasta allí. Sólo en contadas ocasiones, contadísimas ocasiones, surge, como por generación espontánea, un brote, una cepa, una raíz, cuyo destino era perderse en el tumulto, en la espesa vegetación, arrugarse en lo más profundo del bosque porque el follaje es demasiado alto y no deja pasar ni un rayo de luz. Eso es, precisamente, lo que le ocurre a tantas novelas y tantos autores año tras año, día tras día. Nacen, y no bien han crecido, mueren soterrados entre capas y capas de sedimentos, de polvo, de desdén. Don DeLillo es mayor y tiene un mundo a sus espaldas, otro, y ésa no es su suerte. Tampoco es la de Vargas Llosa.

La sombra proyectada en la literatura latinoamericana, y en castellano en general, por los llamados autores del boom, entre los que se cuenta el flamante Premio Nobel, fue, sin duda, impenetrable. Ocupó salones y librerías y países y premios y portadas y anticipos y viajes y polémicas y páginas y páginas y páginas y páginas. Así fue la sombra, densa, incontenible, pesadillesca. Ya no lo es. ¿Ya no lo es? En el fragor de la batalla Vargas Llosa se desentendió de la literatura para conquistar el parlamento, o peor, se valió de ella para hacerlo. Sea como fuere, no lo consiguió. Ahora, 20 años después de aquello, el premio literario más importante del planeta ha vuelto a lanzar sobre todos nosotros la sombra de la sospecha. La literatura como tema político. La literatura como mitin. La literatura como parte del programa de un señor ávido de poder. A lo mejor nos estamos confundiendo y Vargas Llosa no es la víctima. Tampoco el verdugo, eso sería ir demasiado lejos. Pero ¿la víctima? Dediquemos un par de minutos a reflexionar sobre ello.
…(uno)
…(dos)

Y ahora empecemos a hablar de literatura de una vez.
Mentir es necesario. El Estado tiene que mentir. No hay mentira en la guerra ni en la preparación de la guerra que no pueda defenderse. Nosotros fuimos más allá. Tratamos de crear nuevas realidades de la noche a la mañana, cuidados conjuntos de mundos parecidos a los eslóganes publicitarios en lo tocante a la recordabilidad y la repetitividad. Eran mundos que acabarían generando imágenes y haciéndose tridimensionales. La realidad se pone en pie, anda, se agacha, se acuclilla. Menos cuando no.

He aquí un ejemplo clarividente sobre la intromisión de la realidad, sea política o financiera o del tipo que sea, dentro de la literatura. Cuando se supeditan los fines estéticos a la promulgación de un mensaje, se hace propaganda. Cuando se utilizan los mensajes para dar fuerza a una idea estética, filosófica o emocional, surge el arte.

Yo quería una guerra haiku. Quería una guerra en tres versos. (…) Ver lo que hay. Ver lo que hay y estar dispuesto a verlo desaparecer.

La novela de Don DeLillo es, digámoslo ya, brillante. Y no sólo en sentido figurado. Es brillante porque su prosa es límpida y genera imágenes refulgentes que perduran en la memoria. Es brillante porque divide la acción en varios planos, en lentos y duraderos fotogramas que nos llevan de una realidad lumínica, ficticia y controlada a una realidad oscura y fuera de todo control. Es brillante porque aparentemente con muy poco es capaz de decirlo todo. Es brillante porque encierra, concentra, analiza y verbaliza el paroxismo: El momento de mayor exultación. Y la posterior debacle: El cambio de consciencia. El punto omega.

Esto va a cambiar. Algo se acerca. Pero ¿es esto lo que queremos? ¿No es esto el peso de la consciencia? Estamos todos exhaustos. La materia quiere perder la conciencia de sí misma. Somos la mente y el corazón en que esta materia se ha convertido. Ya es tiempo de dar todo por concluido. Esto es lo que ahora nos impulsa.

La sucesión de significados y teorías se suceden en la novela con la descripción física de la cercanía, de la ternura, de la comprensión y de la pérdida, en una serie de diálogos inteligentes, agudos y, algunos de ellos, divertidísimos. La prosa de DeLillo es efectiva y sumaria, no se prolonga en ambigüedades ni vacilaciones, es directa, cortante, magnífica. Como su dominio de los tiempos y de las situaciones, como su capacidad para transmitir la esencia de lo mundano, como su manejo de la trama y del suspense que se suministra como un veneno: en dosis pequeñas pero letales. 

Hay una interminable cuenta atrás. Cuando retiras todas las superficies, cuando miras dentro, lo que queda es el terror. Esto es lo que se supone que la literatura debe curar. Los poemas épicos, los cuentos para dormir.

¿Qué ocurre cuando no sabemos qué ocurre? ¿Por qué miramos durante horas y horas una pantalla donde lo único que se está produciendo es un simulacro de la vida? ¿Quién es el desconocido que nos llama a altas horas de la madrugada y nunca dice nada? ¿En qué lugar de nosotros mismos habita el mal? ¿Cómo nos podemos proteger de él, si es que nos podemos proteger de él?

La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos. (…) Cada momento perdido es la vida.

Como ahora. Como este momento que hemos compartido y que por un instante nos ha hecho sentir que estamos solos pero que no estamos solos en realidad y que no todo está perdido y que la vida no era otra cosa más que esto y que esto es lo que nos queda y que vamos a luchar por ello y por ella y que más tarde o más temprano habremos de entender que la vida son los ríos que van a dar a la mar que es el morir y que la muerte siempre es lo más terrorífico y que por eso debemos fijarnos a la vida, encadenarnos a la vida y someternos a las transformaciones que ésta nos depare porque eso significa que estamos vivos, que seguimos vivos, y que la vida es simple y llanamente eso: Pasar. 

Eso era lo que le quedaba, tiempo y lugares perdidos, la verdadera vida, una y otra vez.

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