lunes, 12 de septiembre de 2011

Fuentes, a mi pesar

Fuentes, a mi pesar



Hay personas que cuando se desvelan no saben muy bien qué hacer. A unas les da por encender la televisión y comer algo dulce y luego algo salado y luego otra vez algo dulce. Otras salen a la noche a beber whisky y fumar pitillos y jugarse a una carta su precaria realidad. Las hay que tienen la fortuna de dormir acompañadas y entonces tratan de despertar la atención o el deseo de su acompañante. Hay personas, más o menos desdichadas, que duermen solas y cuando se desvelan no tienen ganas de beber ni de fumar ni de comer siquiera, pero sí de leer, de leer y de perderse en un mar de páginas por no romper a llorar. Y todavía hay personas que cuando se desvelan no hacen nada, simplemente se quedan tumbadas en la cama, pensando en todas las cosas que han hecho en su vida y en todas las cosas que podrían haber hecho en su vida y en todas las cosas que nunca harán en su vida, y en algún momento de la noche, o del día, descubren que estaban dormidas y se despiertan y se desvelan. Y vuelta a empezar.

Me acabo de desvelar. No sé qué puedo hacer. ¿Ver la tele, fumar, pensar? No tengo ganas de hacer nada. Ni siquiera tengo ganas de ponerme a leer. La carne es débil y he leído todos los libros. Eso lo escribió Mallarmé y decenas de escritores se han hartado de citarlo para sí mismos. Yo no. Pero Carlos Fuentes (mexicano nacido en Panamá, una contradicción sólo aparente) bien podría suscribirlo tras haber escrito el ensayo que tengo en las manos, La gran novela latinoamericana, y que incorpora todos los libros y todos los autores que hay que leer para entender la literatura creada por los habitantes del Nuevo Mundo. (Todos, menos uno.)

¿Cuál es nuestro lugar en el mundo? ¿A quién debemos lealtad? ¿A nuestros padres españoles? ¿A nuestras madres aztecas, mayas, quechuas, araucanas? ¿A quién debemos hablarle ahora: a los antiguos dioses o a los nuevos?

El análisis que hace Fuentes de la narrativa latinoamericana desde los tiempos del descubrimiento y la conquista hasta la actualidad es pormenorizado, lúcido y alumbrador. Lo son sus comentarios sobre Borges, su admiración por Rulfo, su deuda con Carpentier. Lo son sus lecturas de Onetti, de Cortázar y de Bioy Casares. Lo son sus referencias a los autores del boom, García Márquez, Vargas Llosa, del bumerang, José Donoso, del post-boom, Ricardo Piglia, Tomás Eloy Martínez, y del crack, Jorge Volpi e Ignacio Padilla, entre otros. El ensayo de Fuentes tiene ambiciones enciclopédicas y, aunque su autor lo niegue, carácter totalizante. Es, por tanto, una obra fundamental, un libro de consulta para entender la literatura iberoamericana e incentivar su lectura.

El signo de la novela latinoamericana es la variedad. Las categorías del debate anterior (realismo socialista o realismo mágico, novela sociológica o novela política, artepurismo o compromiso) han sido superadas por dos cosas que definen en verdad a la literatura: La imaginación y el lenguaje. 

Entre esas dos coordenadas se organiza nuestra comprensión del mundo. Entre la realidad y la historia, entre la memoria y la ficción. Posiblemente, ningún otro lugar de la tierra haya generado en tan poco tiempo tantas versiones de sí misma como América Latina. La obra de Fuentes, un monumental fresco sobre la historia de México donde cada nuevo libro tiene un lugar designado, es un claro ejemplo de ello. La región más transparente (1958), Cambio de piel (1967) o Terra Nostra (1975), todas ellas forman parte, junto a títulos más recientes como Carolina Grau (2011), del mosaico milenario que supone La edad del tiempo, una de las aventuras narrativas más ambiciosas y colosales de la historia de la literatura de todos los tiempos. 

Cada época va nombrando al mundo y al hacerlo se nombra a sí misma y a sus obras. (…) Pero sea cual sea éste, cambien como cambien espacios y tiempos, habrá insatisfacción, habrá diversidad y habrá palabra. Se escribirán novelas y ninguna novedad técnica o divertida cambiará esta necesidad y este goce vitales, anteriores a todo marco ideológico y tecnocrático. De allí la fuerza, de allí la molestia, de allí el goce que se llama “novela”.

La novela como artefacto perfecto. La novela como mapa de un territorio inabarcable. La novela como mecanismo para entender la realidad. La novela como clave para aprender lo que no cuenta la historia, para investigar el pasado, alumbrar el presente y predecir el futuro. La novela como asidero, como salvavidas, como oración y como penitencia. La novela como depositaria de todas nuestras esperanzas. La novela como reflejo de todos nuestros miedos. La novela como compañera ideal para escudriñar la penumbra mientras esperamos la llegada del amanecer. ¿Y entonces?

Busquemos entonces, en la novela, la realidad de lo que la historia olvidó. Y porque la historia ha sido lo que es, la literatura nos ofrece lo que la historia no siempre ha sido.

Otra contradicción aparente. La realidad y la historia, ¿son la misma cosa? La literatura y la memoria, ¿qué son? La ficción. La fantasía. La noche, el día, la vigilia. ¿Por qué, a pesar de haber comido dulce y salado, a pesar de haber bebido y fumado, a pesar de haber leído a Fuentes, a pesar de haber repasado detalladamente los éxitos (escasos éxitos) y los fracasos (abundantes fracasos) de mi vida, por qué sigo sin poder conciliar el sueño? Basta de escribir. Basta de leer. Es hora de volver a la realidad. Sólo una cosa más.

El lector tiene en sus manos un libro personal. Ésta no es una “historia” de la narrativa iberoamericana. Faltan algunos nombres, algunas obras. Algunos dirán que, en cambio, sobran otros nombres, otras obras.

Yo digo que falta uno: Roberto Bolaño. Pero Carlos Fuentes tiene una excusa: al fin y al cabo, se trata de una selección personal. Sin embargo, no deja de sorprender que el mexicano haya incluido a la chilena Isabel Allende y no al autor de Los detectives salvajes y 2666, que es, probablemente, el escritor más personal, influyente y totalizante de cuantos latinoamericanos se han dedicado al oficio (ah, tormentoso oficio) de escribir.

La semana pasada pude hablar con Carlos Fuentes. Le hice una breve entrevista para la revista Tiempo (un semanal imperecedero, por otra parte). Entonces no pude evitar preguntarle por la ausencia de Bolaño. “Bolaño no está -me dijo- simplemente porque no lo he leído”. Me quedé mudo. ¿Es eso posible? Antes de despedirnos, Fuentes me prometió que la próxima noche de insomnio que le regalará el jet-lag cogería un libro de Bolaño y lo empezaría a leer. Magnífico, pensé. Hasta los grandes maestros de la literatura tienen algo que hacer cuando se desvelan.

No hay comentarios: