viernes, 18 de enero de 2013

Cercas no tiene quien le escriba


Las leyes de la Frontera
Javier Cercas
Mondadori. 382 páginas

Cada vez tengo menos claro por qué los escritores siguen escribiendo libros cuando ni aunque viviéramos 200 años seríamos capaces de leer los miles de ellos que ya están escritos y que en cierto sentido son insuperables. Dicen los clasicistas que en las 37 tragedias griegas que han quedado de Sófocles, Eurípides y Esquilo está contenido el mundo. Algunos se atreven a decir que bastan La Ilíada y La odisea de Homero o unos cuantos Diálogos de Platón para entender al hombre, sus luchas y sus eternas dudas. Por supuesto, no hay que olvidar que posteriormente escribieron libros inmortales tipos como Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Dostoievski, Proust, Kafka, Joyce y puede que alguno más. Muy bien. Y ¿todo esto para qué, si la novela más leída del 2012 ha sido Misión Olvido de una tal María Dueñas que no parece haber comprendido ni asimilado nada de lo acontecido en esos monumentos imperecederos del pasado?    

Ser escritor es un destino pobre para un hombre (y para una mujer). Entre la solemnidad y el ridículo uno se pasa la vida interpretando papeles que no acaba de entender. Son muchos, casi innumerables y no siempre excluyentes, así que uno se puede entretener de lo lindo jugando a ser el erudito, el académico, el autodidacta, el descarriado, el bohemio, el maldito, el plagiador, el plagiarista (que se parece al plagiador pero no es para nada lo mismo), el virtuoso, el insolente, el chupatintas, el lameculos, el simple contador de cuentos, el cuentacuentos (que se parece al contador de cuentos pero tampoco son lo mismo), el iluminado, el riguroso, el profesional, el sensacionalista, el escrutador de la realidad, el artista del hambre, el manipulador de las mentes, el domador de las emociones, el instigador de las masas, el ladrón de lágrimas, el buscador de tesoros, el arqueólogo de los textos, el luchador del lenguaje, el exégeta, el místico, el pornográfico, el payaso, el defensor de las causas perdidas, el valuarte de la excelencia, el inventor de palabras, el caballero de las letras, el adalid del exabrupto, el fanfarrón, el chistoso, el bufón de la corte (que se parece al chistoso pero…), el soñador, el activista, el pecador y el redentor de la humanidad. (Pido disculpas si algún escritor no se ha visto reflejado en esta somera enumeración, y le ruego me comunique qué papel me he olvidado.)

No me atrevo a decir qué papel juega en toda esta historia el escritor Javier Cercas. Desde que empecé a leer su obra me convertí en un ferviente admirador suyo. Luego, consecuencia ineludible, fui un vulgar imitador de su estilo. Más tarde me convertí en un experto en sus constantes narrativas y después, otra consecuencia ineludible, empecé a aburrirme de ellas. En algún momento del pasado sentí lástima por mí y por él y por los libros que había escrito él y por los libros que tenía pensado escribir yo y que probablemente no escribiría nunca; y entonces llegó el aciago día en que leí su última novela, Las leyes de la frontera, y de nuevo, de manera ineludible, sólo quedó una total y absoluta indiferencia, lo cual, lo estoy notando ahora, me produce una ineludible y paradójica tristeza.

Hagamos un resumen de mi relación de amistad con Javier. Su primer libro, El móvil, me pareció un ejercicio narrativo sencillo pero valioso. El inquilino me hizo pensar en las mejores posibilidades de la autoficción. El vientre de la ballena me dejó confuso. Soldados de Salamina me hizo creer definitivamente en la autoficción y en la capacidad para convertir la historia en algo hermoso pero del todo inane. Los Relatos reales le dieron la vuelta a esta idea convirtiendo la realidad más prosaica en artefactos inteligentes de ficción. La velocidad de la luz logró conmoverme al tiempo que instauró una barrera incómoda entre nosotros. La lectura de las diferentes recopilaciones de sus artículos y reportajes me granjeó nuevamente su amistad y cercanía y tuvimos lo que se llama una segunda oportunidad. Sin embargo, su tendencioso acercamiento al golpe de estado de Tejero en Anatomía de un instante me volvió a hacer dudar de sus condiciones y estrategias narrativas, hasta que llegó el día (aciago día) en que leí Las leyes de la frontera y decidí que nuestra relación se había acabado y que Javier me había dado todo lo que podía ofrecerme cuando yo era un escritor joven, inexperto y desamparado y necesitaba un padre, un valedor y en definitiva un amigo, pero que era indudable que había llegado el momento de separarnos porque yo ya no era un escritor tan joven ni tan inexperto aunque sí igual de desamparado y lo único que quedaba entre nosotros era el recuerdo melancólico de una bonita amistad y el rechazo que genera la mutua incomprensión.    

Ortega y Gasset, hace casi un siglo, se preguntaba qué sentido tenía dar más libros superfluos a la imprenta (lo cual no le impidió entregar alguno de ellos). Siento decir que Las leyes de la frontera lo puede llegar a ser. La pregunta inevitable que me hago es la siguiente: ¿alguno de los libros que yo planeo escribir o que ya he escrito podrán escapar a este pobre destino? Sea afirmativa o negativa esta respuesta, ¿quién lo habrá decidido? El libro de Cercas, sin ir más lejos, ha sido seleccionado como uno de los diez mejores del pasado año por críticos respetados y respetables. Por supuesto, para mí no está ni entre los 100 mejores. Pero ¿quién soy yo para emitir semejante juicio? Bueno, digamos que sólo soy un antiguo amigo que le echa de menos y quizá, sin darme cuenta, me haya dejado llevar por el resentimiento de la pérdida y por la nostalgia de lo que fuimos y que ya nunca seremos. Aunque éste sea el último dolor que Javier me causa, y ésta sea la última carta que yo le escribo.

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